Con: Christian Slater, Elika Portnoy, Timothy
Spall y el gran Donald Sutherland
Dirección: Isaac Florentine
Resulta que en una soleada y apacible mañana
parisina, unos padres re malos actores llevan a su hija de al menos doce a hamacarse en
una plaza cuando esta recreación infantil es más habitual en niños mucho más pequeños,
y se van a tomar un café y a besuquearse a unos metros en uno de esos típicos y
floridos barcitos al paso que abundan en Europa. Y se nota que son muy felices
y se aman por doquier y quieren a esa hija como nunca otra familia se ha
querido en este planeta cuando de pronto un maléfico e injusto árabe aparece
por el lugar con un maletín, corre de un cachetazo el arreglo floral de la mesa
contigua a la de los padres de la niña y, con esa expresión de nerviosismo típica de aquel
que estuviere por detonar un explosivo, grita “Alá es grande” y detona un
explosivo.
Pum. Explosión. Detonación de explosivo. Fuego. Familia
destruida.
Mientras tanto, como veinte años después, Christian
Slater, en la piel de un excepcional empleado de la Embajada de Estados Unidos del que jamás explican el rango,
se dispone a ir a su confuso trabajo caminando las calles de Sofía, capital de
Bulgaria, pero detiene su andar presa de una lija bárbara y se compra un extraño alimento búlgaro, como una pizza o rosca de pascuas (porque vio que EEUU
siempre dibuja estos países europeos como si estuviesen cientos de años atrasados
en el tiempo y solo comieran tortillas compuestas por dudosos ingredientes, o sopa de porotos). El vendedor ambulante que vende esa arcaica empanada o torta búlgara también ofrece pañuelos en su puesto, y Slater le compra uno, es norteamericano y la plata le sobra,
así que se lo anuda al cuello y ahora sí se dispone a caminar a su oficina
degustando esa extraña buñuela o alfajor santafesino que acaba de comprarse,
pero qué caray, justo que le da un mordisco advierte a una vieja búlgara y a su
nietita buscando comida en un tacho de basura, y él es un norteamericano con
sus necesidades básicas satisfechas, así que no importa su monumental languidez
estomacal, él no puede tolerar el hambre que hay en este mundo y les ofrece su
ensaimada o focaccia búlgara que acaba de comprarse y ahora sí, se encamina a
su oficina.
Mientras tanto, en otra escena, el otrora buen actor de reparto
Timothy Spall, vistiendo con gran tosquedad las ropas de un psicólogo de
ocasión, interpela a la joven Vicky, una rubia muy mal actriz medio narigona
que tiene un severo trauma y no recuerda nada de su pasado sumado a unas
pesadillas recurrentes sobre estar hamacándose cuando no tan niña y ver a su
padres volar por el aire junto con otras pesadillas de unos mimos haciendo una
ronda a su alrededor mientras unos agentes secretos la observan amenazantes más
una última pesadilla en donde ella entrega su cuerpo a cientos de malvivientes
que harán cola para penetrarla a cambio de unos pocos pesos para que pueda comprarse droga
(lamentablemente esta pesadilla no será recreada por nuestro director mientras
que las otras dos sí, todo el tiempo).
Pero una noche, de pronto, una morocha de pelo
lacio ataviada toda en cuero que uno juraría es la propia rubia con
peluca y prendas de cuero, se dispone a acatar las órdenes que recibe en un muy
berreta celular y sale a acribillar malnacidos.
Estados Unidos (¿?) da la orden de entregar el
caso a Slater quien aún no se entiende qué rol cumple en esa oficina que
utiliza en la fría capital de Bulgaria y está ahí haciendo como que mira la
computadora cuando recibe un mail del embajador norteamericano, pidiéndole que
se acerque a su oficina, ya que quiere conocerlo.
Slater se sorprende, finalmente tendrá una entrevista nada
más y nada menos que con el embajador de los Estados Unidos de Norteamérica.
Sus cejas demuestran pasmo, orgullo y nerviosismo (como en cada expresión que
Slater compone en su rostro todo el tiempo) así que se levanta como un resorte de
su silla reclinable y camina ansioso, al fin conocerá al embajador. Los
nervios lo inundan. Sale de su oficina y le dice a su secretaria, quien se encuentra en
la oficina siguiente, inmediatamente pegada a la suya: “Tengo una entrevista
con el embajador”, señalando una puerta pegada al escritorio de su secretaria, quien le
hace un ademán con la mano de “por favor, adelante”, y Slater abre esa puerta e ingresa en
la oficina del Embajador, quien se levanta de su sillón de embajador y,
abriendo enorme sus brazos le exclama “Robert!, finalmente nos conocemos!” y yo
me pregunto, ¿Cómo hacía el embajador, compuesto por un desesperado Donald Sutherland para entrar en su oficina y no advertir todas las mañanas a
Slater, quien trabaja en la pieza de al lado? ¿Entraba por la ventana? ¿Tenía
cegueras repentinas que lo hacían perder la vista en los momentos precisos en
que iba o venía de su trabajo? ¿Quién fue el tremendo pelotudo que ideó esta monumental
pelotuda escena?
Una vez finalmente presentados, Sutherland lo
invita a pasear por la plaza para contarle cuál será su labor y, copiando con
muy mal tino la mítica escena que hiciere JFK en donde le develaba mil
barbaridades a Kevin Costner, hace lo mismo con Slater y le dice que hay un
agente secreto que trabaja solo y que está acabando con todos los malos de
Bulgaria, y esto está mal visto por las autoridades pertinentes así que hay que
apresarlo. Slater vuelve a poner esa cara suya que denota mil dispares
expresiones faciales y se encomienda a apresar al secreto agente cuando debería
haberse ido a comer unas buñuelas y a caminar por ahí y dejar que este extraño y
copado agente secreto que para colmo de buenas trabaja gratis, acabe de una vez con el mal, pero Slater es un excepcional
agente de la Embajada, y acata las ordenes sin chistar.
Pero no todo es trabajo y tensión en la vida de
este mal actor de pacotilla, la noche y las odaliscas son su talón de Aquiles.
Tiempo atrás Slater perdió trágicamente a su esposa, quien murió de un disparo,
y la felicidad le es esquiva. Solo puede permitirse un poco de alcohol y una
charla amena con su amigo el psicólogo que atiende a la rubia pesadillosa,
cuando de pronto, una odalisca de colorado pelo enrulado que no llamaría la
atención del más necesitado ex presidiario atacado por un monumental deseo de
tener sexo ocasional y que si uno prestara muy poca atención juraría que es la rubia
traumada y la morocha asesina, esta vez con pelirroja peluca, se dispone a
mover las ancas para deleite de los ojos de Slater, quien de inmediato comienza
otra vez con sus expresiones erráticas, que denotan sorpresa, desconfianza,
amor y odio a la vez. Y su amigo psicólogo se da cuenta y le aconseja que deje atrás el
pasado, que su mujer está bien muerta y que no volverá nunca más, que se deje
de joder y entierre de una vez por todas la batata.
Pero Slater no puede sentir deseos sexuales.
Amó demasiado a esa extra que aparece en las fotos y el dolor por su muerte es
tan pero tan grande que no consigue demostrarlo como corresponde haciendo las caras más absurdas que usted imagine mientras hojea con dolor un viejo álbum de fotos.
Y los días pasan y
Slater no encuentra pistas suficientes para detener a la morocha y la colorada
sigue moviéndole el culo mientras la rubia mantiene sus sesiones de terapia
y la película es más mala que no sé qué, así que déjeme tranquilo con esta nueva
huevada de Christian Slater quien, para despistarnos, consiguió la torpe colaboración
de Donald Sutherland y Timothy Spall, dos actores de renombre que nada deberían
haber hecho en este film seguramente montado para cebar el orgullo del novio de
esta muchacha mal actriz (que hace de morocha, rubia y colorada y que hasta el más despistado espectador reconocería detrás de las tres pelucas que se pone), quien sin dudas es aquel que puso la tarasca para producirla,
Le pongo 2
Juanpablos, la escena en donde la morocha asesina mata a un perro advirtiéndole
que no puede dejar testigos, es lo más idiota que he visto en mucho tiempo.